Siempre he creído en la existencia de múltiples formas de amar. La de
ella era una de esas extrañas, una de esas rarezas que al encontrarlas se hacía imposible no detenerse a mirar.
Quizás esta forma de amar (la de ella), se encontraba suspendida en una
galaxia distante. Estaba ahí, adornada de suspiros, llena de aires de vacíos. Ahí, en un lugar visible, con un lenguaje comprensible sólo para ella.
Aparecían unos ojos, un olor, o incluso unas manos con dedos largos y
limpios e inmediatamente sucedía: unas hormiguitas de galaxia lejana comenzaban
a recorrerle primero la espalda. Caminaban a lo largo de su columna. Después
hacían campamento en su cuello (ella podía sentirlas ahí). Por momentos las
hormigas decidían reunirse en asamblea al costado de su oreja derecha. Justo
ahí sucedía lo más terrible: la lucha comenzaba, ella se veía en la incómoda
situación de disimular cuando las hormigas decidían manifestarse a lo largo de
sus labios. El resultado era hasta ridículo: aparecían unas pequeñas muecas
chistosas en las comisuras de sus labios.
En otros momentos, cuando los ojos, o el olor, o las manos con dedos
largos y limpios estaban cerca de ella, las hormigas decidían manipular su piel
buscando acercarla más. La pelea se manifestaba en tintineos de dedos sobre una
mesa, o en mordiscones de dedos sobre la boca.
Entre silencios, suspiros, miradas, olores, murmullos, y tantos más, iba
configurándose una especie de vereda paralela o un sendero alternativo. Allí
pasaban los días, entre juegos de marionetas y decisiones las hormiguitas de
galaxia lejana, ella, y esa otra forma de amar.
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